Thursday, January 20, 2005

Águilas, Totana, Ítaca, Thule...

R* me escribe desde Murcia y me da noticia de Águilas, el pueblo al que nunca pudo volver mi abuelo Juan ----perdido el barco en el que regresaba desde América, en busca de su familia, en el abismo marino de una tormenta atlántica----; el pueblo al que mi padre soñaba volver cada año, desde que salió de la cárcel, la Nochebuena del año anterior a mi nacimiento. Poco antes de las últimas Navidades, G* me escribía desde Nueva York, con una brizna de nostalgia, diciéndome que nunca había comido melocotones como los de Totana, que, siendo niño, su tía S* le llevaba a Murcia en un cestito de mimbre. Como también yo guardo el mismo recuerdo encantado de los mismos melocotones, me pregunto si frutos tan inolvidables no pertenecen a una especie muy semejante a la de los cerezos de la poesía china clásica: realidades inmateriales de las que se sirven como metáforas algunos escribas, con mayor o peor fortuna, para hablar de las cosas menos perecederas de la creación. En definitiva, el azul marino de la playa del Hornillo, los perfumes de la huerta de La Fuensanta ----desvaídos sus colores por la luminosa violencia solar que ilumina tales paisajes a última hora de las mañanas veraniegas----, el sabor olímpico de los melocotones murcianos, son realidades bien materiales que la memoria de G*, o la mía, en Nueva York o París, transforma en materia espiritual, nostalgia, melancolía, recuerdos, que las palabras ----en nuestro caso----, o la acuarela o la pintura al óleo ----en el caso de Ramón Gaya---- transforman en una realidad de otra naturaleza que forma parte de la historia de los estilos artísticos. La Cartagena bizantina, la Almería del siglo IX al XI, fueron puertos cosmopolitas; uno de los caminos por donde las doctrinas griegas, judías, alejandrinas, cristianas y musulmanas de la “materia inmaterial”, comenzaron a sembrar lo que más tarde vendrían a ser las nociones del amor y del espíritu donde se funda nuestra civilización. Algunos óleos de Gaya todavía hablan de esa fabulosa aventura. Con frecuencia, me ha gustado pensar que Ibn Arabí pudo dormir algún día en la cuenca del Guadalentín, no lejos de nuestra tierra de Hondales, en Totana, camino del destierro. Pero la última vez que llevé a Carmen, Juan Florencio y Pedro Juan a Xátiva ----corriendo por las nuevas autopistas que han enterrado las viejas carreteras por donde yo hice auto-stop, entre Valencia y Almansa---- persiguiendo en vano el fantasma del autor de El collar de la paloma, volví a morder el polvo de la misma derrota: siglos y siglos de guerras civiles solo han dejado horrorosas huellas de inconclusos desastres; y el fantasma de Ibn Hazm solo vaga, insomne, atormentado, proscrito, por las parameras de una tierra que no pueden ver los ojos. Tierra inmaterial, como la de Ítaca, o la de Thule, perdidas en una geografía que no sé si calificar de imaginaria, ya que, en definitiva, ni Jim Hawkins, G*, ni yo mismo, tenemos una cartografía muy precisa donde intentar encontrar la situación exacta de esa Isla del Tesoro que continuamos buscando y quizá solo exista en nuestra ilusión: el Paraíso proustiano por excelencia, la linterna mágica de Nabokov, con la que el Soñador de Lawrence concibe la revuelta de los proscritos contra el orden endemoniado de la historia.

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