El amor y la guerra de una samuray solitaria
Foto by Weegee
Cruzo una vez por semana a Claude Chirac, cuando ella sale de casa de un amigo, a altas horas de la noche o primerísimas de la mañana. Oculta tras sus gafas negras, camina despacio, vagabundeando, como quien se demora recordando el amor ido, escoltada por su San Bernardo. Es una mujer pequeña, de apariencia frágil, timidísima, vestida con cierta dejadez; muy alejada, en apariencia, de la mujer fría, inflexible y todo poderosa que dirige con mano de hierro la ‘comunicación’ del ocaso fatal de su padre, orquestando los fastos otoñales del Elíseo desde su espartano despacho marcial, colgada a un teléfono portátil y un paquete de cigarrillos negros, que fuma sin cesar con delectación solitaria, sin amigos.
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